I Inherited Dragon
Two stories by Julia Wong Kcomt
translated from Spanish by Jennifer Shyue
Remembranzas cerca al fogón
Aún no sé dónde descansar mi cabeza, pesa. Durante estos últimos días he mirado con cierta obsesión la ventana y la pequeña silla de la cocina. Mi cabeza pesa, llena de recuerdos que no pueden pasarse por alto, porque todo lo que sucede está asociado irremediablemente a lo que pasaba en la cocina de Macau.
Quizás todas las cocinas son parecidas, probablemente lo único importante de las cocinas sea la estufa, el lavaplatos y las repisas. Pero esta cocina, aunque no tienen ni el tamaño, ni el color de la cocina de Macau, posee inefable el hálito de la cocina de Macau…
Todo esto ocasionado por la pequeña silla que está a la entrada de la puerta, es una pequeña silla de madera que tiene la sentadera para un trasero pequeño, como si hubiera sido hecha para un niño o una mujer con huesos muy delicados, casi diminutos, como los tienen las mujeres Hakkas del sur de China o también algunas mujeres delgaduchas latinoamericanas.
De ese tamaño el banquillo de plástico rojo puesto cerca al umbral de la cocina de papá. Cada cosa en esta cocina lleva en su esencia el recuerdo de papá. En realidad, no hay en esta casa nada que se parezca a los instrumentos o utensilios de Macau, sólo el wok de Miguel colgado en un clavo tiene la misma aura de necesidad. Ese wok ni siquiera es mío, Miguel lo dejó allí antes de marcharse como prometiendo que iba a volver. Hace tres años Miguel desapareció, pero dejó muchas huellas, sé a dónde fe y con quien, no me importó. Le agradecí que me dejara el wok colgado. Cada vez que lo miro entro a la cocina de Macau.
Hacía tiempo que mis relaciones, por suerte, ya no tenían que ver con el mutuo utilitarismo o ese mercantilismo doméstico de intercambio de calzoncillos por música mp 3. Sin embargo, me gustó el wok. Era un símbolo de humildad dentro de la exagerada masculinidad de Miguel. No, no digo que era un macho porque Miguel se había suavizado con la vida y con todas las mujeres locas por liberarse que le habían tocado por novias. El wok era como una joya a su sabiduría.
Donde te encuentres Miguel tu wok sigue colgado en ese clavo, nunca lo usé, me agrada tanto verlo cada mañana cuando enchufo la tetera de agua para disolver el nescafé de Colombia con un poco de agua caliente y dos cucharas de crema en lata hecha en Chile. Sólo el agua y la electricidad son argentinas. El wok de Migues es made in China y yo tengo un pasaporte peruano.
Miento. La única razón por la que me enternece levantar los ojos y ver el wok colgado es recordar la cocina vieja poco pulcra de Macau.
Papá siempre cocinó en wok. Siento que el wok forma parte de mi cabeza y mi cabeza parte de esta cocina y también de la de Macau, mejor dicho, de todas las cocinas del mundo. El wok se multiplica, las verduras cortadas se multiplican, la carne cortada en trocitos parece freírse en mi cabeza. Todas las cocinas de Macau están en mi cabeza. Respiro hondo, sigo sentada en mi sillita con sentadera para mujeres con culo pequeño, probablemente a ellas no les pesaba la cabeza o no lo decían.
Reminiscing by the Stove
I still don’t know where to rest my head. It’s heavy. In these last few days, I’ve been staring at the window and small chair in the kitchen sort of obsessively. My head is heavy, full of memories that can’t be ignored, because everything that takes place here is irrevocably associated with what once happened in the kitchen in Macau.
Maybe all kitchens are alike, the only important things probably are the stove, sink, and shelves. But this kitchen, even though it’s not the same size or color, has the ineffable air of that kitchen in Macau...
All this because of the small chair by the entrance, a small wood chair with a seat meant for a small rear, made for a child or a woman with delicate, even tiny bones, like the ones Hakka women from southern China have, or Latin American women who are skinny.
It’s the same size as the red plastic stool that stood at the entrance to papá’s kitchen. Every item in this kitchen carries, in its essence, the memory of papá. Actually, there’s nothing in this house that looks like the tools and utensils in Macau; only Miguel’s wok hung on a nail has the same aura of necessity. It’s not even mine. Miguel left it when he went away, like a promise to return. It’s been three years since Miguel disappeared, leaving many traces. I know where he went and with whom, but I didn’t care. I was grateful he left me that wok hanging from a nail. Every time I look at it, I’m back in the kitchen in Macau.
It’s been a while, luckily, since my relationships had anything to do with mutual utilitarianism or that domestic mercantilism where underwear is exchanged for music in MP3. Nevertheless, I liked the wok. It was a symbol of humility within Miguel’s exaggerated masculinity. No, I didn’t say he was “macho,” because Miguel had softened with life and all the women mad for liberation he had dated. The wok was like a jewel for his wisdom.
Wherever you are, Miguel, your wok is still there hanging, I never used it. It pleases me so much to see it every morning when I plug in the tea kettle to dissolve the instant coffee from Colombia in a bit of hot water and two spoons of creamer from Chile. Only the water and electricity are Argentine. Miguel’s wok was made in China and I have a Peruvian passport.
I lied. The only reason I’m moved when I look up and see the wok hanging is that I remember the old untidy kitchen in Macau.
Papá always cooked with a wok. I feel like the wok is part of my head and my head is part of this kitchen and also the one in Macau, or part of all the kitchens in the world. The wok multiplies, the chopped vegetables multiply, the meat chopped into chunks seems to fry in my head. All the kitchens of Macau are in my head. I take a deep breath, still sitting in my little chair with its seat for women with small butts. Their heads probably never got heavy, or if they did, they didn’t say.
*
Dragones, mil dragones y una madre rusa
(minimarket) versión 2021.
Hace ya mucho tiempo que ya estoy divorciada de Almendría, país que consideraba un cordero para el mundo de las ideas. En Almendría se habla un idioma expansivo y profundo que está dispuesto a destapar el peor de los secretos mentales, sicológicos; cualquier entripado económico e histórico.
Mi admiración no tenía límites, tanto que en un absurdo escalón inferior hice un ídolo magnífico de cada ser humano que compartiera una experiencia conmigo en ese idioma dentro de los límites de la geografía almendriana, pero Almendría se crea y se recrea en sus intenciones buenas y malas. Un día el pájaro, águila imperial se escapó de mis manos y me di cuenta que seguía teniendo una visión encasillada de habitante de país menesteroso del mundo, donde desde mi genética hasta mis objetivos estaban marcados por el fracaso cambiario y social.
He buscado un dragón desde que nací. Creo que a muy temprana edad me percaté que un ojo mío era bizco, que mi piel no brillaba y que lo único extraordinario de mi niñez era una alegría ingenua y un amor desbordante por mis padres. No era angelical, menos linda. Era la tercera hija de tres hermanos que solían despertar penurias y OHes entre los familiares cercanos, hermanos hechos ganadores por las circunstancias. Yo, sin embargo, vine medio dormida al mundo, con ganas de descubrirlo pegada a la falda de mi madre y si hubiera sido posible, le hubiera prestado los anteojos a mi padre para evitar tener una versión propia (torcida según ellos) de la vida, sobre todo de Dios, de quien tanto se hablaba y decía. Yo sólo me preguntaba sin respuestas, qué papel juega ese “don dios” que nunca vimos, no vemos y no se sabe si aparecerá algún día en una vida minúscula como la mía.
Tuve un dragón de Almendría por poco tiempo. Regresó al paraíso, desde allí me aguaita (creo), a veces me cuida, a veces se ríe, a veces me impulsa, otra me calma. Un dragón que conocí en Cathay. Mi dragó tenía los dedos largos y los ojos más azules que todos los abedules frescos de primaveral comienzo. Ese dragón de Almendría voló un dos de noviembre. No, no sé a dónde.
Continué la búsqueda de mi dragón. Un ser de fuego, lleno de colores. Quien por un lado me explicara las oscuridades de la existencia y por otro bailara conmigo con su carácter erótico, muy erótico. Como se baila en Almendría.
Una especie de Mago con dos caras: una colorida por fuera y por dentro una transparente o clara que me permite rehacerme como un camaleón.
Un dragón que bailara danzas en las calles de todos los pueblos
Un dragón que durmiera en mis entrañas
Un dragón que hablara más de un idioma
Un dragón que soportara cada destello de crueldad y a la vez se hinchara con la posible bondad en el mundo.
Un dragón tan bello como mi psiquis vacía intentando su propia reinvención y tan feo que escupiera todo el temor que un cuerpo hembra pusiera contener.
Muchos años pasaron e hice un viaje en un tren ruso. Un tren sólo de ida desde Almendría. En ese tren ruso conocí a una mujer gorda que repartía chocolates y té caliente. Esa mujer se pintaba los ojos con crayón negro y dibujaba en las servilletas. Esa mujer me dibujó un dragón mientras yo sorbía el té caliente y masticaba chocolate amargo.
Y aunque continúo aletargada por la presencia bellísima de mi padre y la exquisita sustancia bienhechora de mi mamá, he descubierto que tengo un dragón heredado desde hace mil años, que se convierte en postre, en daga, en hija, en amante, en sábana, en ciudad y en estrella de mar.
Tengo mil dragones y una madre rusa.
Dragons, a Thousand Dragons and a Russian Mother
It’s been a long time since I divorced Almendría, a country I thought of as a lamb for the world of ideas. In Almendría they speak an expansive, profound language that’s prepared to uncork the worst of one’s mental or psychological secrets, any economic and historical axes to grind.
My admiration was limitless, so much so that on an absurd lower rung, I made a magnificent idol of every human being who shared an experience with me in that language within the borders of Almendrian geography. But Almendría is created and recreated in its intentions, good and ill. One day, the bird, the imperial eagle, escaped from my hands and I realized my vision was still boxed in, that of an inhabitant of a country the world saw as needy, where everything from my genetics to my goals was marked by social and exchange failure.
I’ve been searching for a dragon since I was born. I must’ve noticed at an early age that I was cross-eyed, my skin didn’t shine, and the only extraordinary thing about my childhood was my innocent happiness and boundless love for my parents. I wasn’t angelic or even cute. I was the third of three siblings who caused hardship and cries of “Oh” among close relatives, siblings made into winners by the circumstances. I, nevertheless, came half-asleep to the world, wanting to discover it while glued to my mamá’s skirts, and if it had been possible, I would’ve borrowed my father’s glasses to avoid having my own view (twisted, they said) of life, of God most of all, who was so often talked about and of whom so much was said. I would wonder what the role was of this Mr. God we never saw, never see, and don’t know if we will ever see in a life as minuscule as mine.
I had a dragon from Almendría for a little while. It returned to paradise, from there it stalks me (I think); sometimes it looks out for me, sometimes it laughs, sometimes it motivates me, and sometimes it calms me down. A dragon I met in Cathay. My dragon had long fingers and eyes bluer than all the young birches at the beginning of spring. That Almendría dragon flew away one November 2. No, I don’t know where to.
I kept searching for my dragon. A fire being, colorful, that would explain, on the one hand, the darknesses of existence and, on the other, would dance with me in its erotic way. The way they dance in Almendría.
A kind of Magician with two faces: a colorful one on the outside and on the inside, a transparent or clear one that lets me remake myself, chameleonically.
A dragon that would do dances from all the peoples in the street
A dragon that would sleep in my guts
A dragon that could speak more than one language
A dragon that would withstand every glint of cruelty and at the same time swell with the world’s potential for goodness.
A dragon as beautiful as my empty psyche attempting its own reinvention and so ugly it would spit out all the fear a female body can contain.
Many years passed and I took a trip on a Russian train. A one-way ticket from Almendría. On that Russian train I met a fat woman who was passing out chocolate and hot tea. That woman lined her eyes in black and drew on the napkins. That woman drew me a dragon while I sipped hot tea and chewed bitter chocolate.
And even though I’m still drowsy with the beautiful presence of my father and the exquisite do-gooder substance of my mamá, I’ve discovered I inherited dragon a thousand years ago, one that turns into dessert, a dagger, a daughter, a lover, a set of sheets, a city, and a starfish.
I have a thousand dragons and one Russian mother.
Julia Wong Kcomt, born May 1965 in the north of Perú, daughter of Chinese immigrants, is a poet, writer, and cultural manager. She was the founder of the International Poetry Festival in Chepén Chepén, a well-known literature festival celebrated once a year in the north coast of Perú. She has written nouvelles, many poetry books, and a couple of collections of short stories. She also writes literary criticism. She used to live in different countries and travel a lot, which was the main inspiration for her writing. She lives now in Almada, Portugal, and still has strong connections to Latin American and tusán (Chinese-American) cultural expressions.
Jennifer Shyue is a translator focusing on contemporary Cuban and Asian-Peruvian writers. Her work has been supported by fellowships and grants from Cornell University’s Institute for Comparative Modernities, Fulbright, Princeton University, and the University of Iowa. Her translation of Vice-royal-ties by Julia Wong Kcomt is forthcoming from Ugly Duckling Presse’s Señal chapbook series. She can be found at shyue.co.
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